"No es que hayamos dejado de pensar en el prójimo. Pero éste se ha vuelto una realidad abstracta y desencarnada que administran las instituciones o que nos presentan los medios de comunicación: un prójimo que no está en casa, que ha perdido su presencia carnal, que no llama a nuestra puerta, y al que atendemos por medio de donativos que van a parar a las instituciones, financiadas por nuestros impuestos, para que realicen por nosotros, de manera tan impersonal como administrativa, el servicio que no podemos o ya no queremos hacer."
Javier Sicilia, Prefacio a las Obras Completas de Ivan Illich, vol.II. FCE, 2008, p.28.
El problema, entonces, no es que no amemos al hombre. El problema es la filantropía. El problema es la institucionalización, que es excarnación y descarnación: es la exclusión del verdadero rostro del otro. La modernidad ha provocado que todo se lleve a cabo por normas e imperativos universales, que la moralidad venga del exterior o, mejor dicho, de la exterioridad. Ya no actúo por bien del otro, por amor al prójimo, sino por que hay una norma universal que me obliga. Nada más terrible que colocar en la motivación del deber a la norma, en lugar de la necesidad concreta del otro, o la propia necesidad personal. El asunto es que estamos todos perdidos, perdidos en la realidad virtual, en la no-realidad, en el contacto con el avatar y con el cyborg.
Perdidos estamos.
Diluidos estamos.
8 comentarios:
¡chale!
No estoy de acuerdo con el uso actual que se hace de la palabra "filantropía". Quizá dicho uso es señal de que es verdad lo que dice Sicilia. Porque filántropo fue uno de los primeros nombres que dimos los cristianos a Dios. De hecho ese nombre fue inventado por nosotros los cristianos para nombrar a Dios.
Hace seis libros que no veía la palabra "cyborg"...
No deja de parecerme ochentera.
Tené razón.
Por ejemplo, no me explico que alguien que tenga conciencia de quien es el "prójimo", pueda, por un lado, decir sublimes palabras sobre el otro y la necesidad ética, y la preocupación por la masacre de muchos en otras partes del mundo, y por otra, pueden decir -en serio o en broma, da igual-, comentarios misóginos sobre las mujeres en presencia de una...
Como dice un libro recién editado por el FCE: imaginemos que la mujer no existe...
Yo sí me lo explico serch. Creo que la congruencia si bien es algo importante en la vida, la falta de ella no descalifica ni al argumento ni a la persona.
Uno puede estar bien convencido de algo, por ejemplo, de un deber ético. Y a pesar de eso no llevarlo a cabo realmente en algunas ocasiones. Eso, creo yo, se debe a la simple y llana condición humana, que es imperfecta, que es frágil, y que falla.
¡¡Aaaaag!! ¡¡Diego!! ¿¿Sabes cuántas veces he escuchado ese argumento en labios católicos, o de gente cínica y con doble moral (que a veces suelen ser los mismos)??
Claro: partiremos de que todos somos frágiles, finitos, proclives a fallar y al desastre. Bueno, en realidad, así no se dice gran cosa: recordando nuestra traicionera naturaleza, uno puede ser un cabrón en la vida y al final arrepentirse y en el interín, llevarse a otros entre las patas: una especie de autoabsolución.
Es más, yo no creo que el asunto sea ponerlo en términos de “coherencia”. En realidad, las personas éticas no son las que nunca se apartan de sus principios, algo así como una introyección de la “ley del padre” (dejo a psiconalistas y teólogos la interpretación) que debe acatar. La ética es la manera en como se habita en uno mismo y como interactúa con los demás: si alguien se la pasa diciendo que el amor a Dios y por tanto al prójimo que son como sus hermanos, pero por otro lado le da una patada en el trasero al que no cabe en sus moldes (por indígena, por mujer, por homosexual, por no ser “gente bien” o “gente decente”, “culto”, etc.), pues en realidad su amor a dios y al prójimo están en una esfera muy pequeña (a caso sólo mental) y su realidad en otra parte. Esfera pequeña que no es tan grande como demanda el mensaje universal del cristianismo, o al menos eso dice el Evangelio, ¿no?: «Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los paganos? Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo.» Mt 5, 43-48
Así que cuando veo a algunos que por un lado hablan del prójimo de manera sublime que casi conmueven, y por otra se comporta muy diferente, si es posible, comprenderé por qué se comporta así, pero seré poco crédulo en creer sobre lo que dice de sí mismo.
He dicho. ¡Ajúa!
A lo que voy, Serch, es que debemos promover una racionalidad que haga un énfasis mayor en el perdón que en la exigencia de perfección.
Estoy de acuerdo con que el hecho de que la incongruencia entre el discurso y la práctica no descalifica el argumento, pero no me parece que esa incongruencia no descalifique a la persona. Desde luego que la descalifica moralmente. También estoy de acuerdo en poner el acento más en el perdón que en cumplimiento del ideal moral, pues la ley es la fuerza del pecado. Pero el primer requisito para el perdón es la conciencia de la culpa -conciencia real y contrita, y no sólo expresada como obra del dominio de la simple frase, como dice un personaje de Pasternak-: sucede que esas personas de que habla el Phoenix, ensoberbecidas de su reputada cultura teológica y de sus aladas doctrinas, ni siquiera caen en la cuenta de su incongruencia, por el contrario, suelen aun atrincherarse detrás de ese bello discurso para incluso probar la probidad de su incongruencia.
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