La intención de esto es, únicamente, exaltar la candidez de sus lectores.

martes, 20 de noviembre de 2007

Un texto no mío

Phi. Lord Chandos escribió lo siguiente, a partir de un post de este mismo blog, hace algunos días:

Muy teológicos estos chicos. Yo estoy de acuerdo con todos. Sólo agregaría algo: el corazón del hombre, en su estado actual, es incapaz de amar al prójimo como un fin en sí mismo. Si pensamos con sinceridad, descubrimos lo difícil que es, hasta para un buen cristiano, la auténtica caridad. San Agustín habla de una curvatio se ipsum del corazón.

El único ser que ha amado al hombre sin necesitar absolutamente nada de él es Dios. Y esta forma de amor, la caridad perfecta, se encarnó en un corazón humano, el de Cristo. A mi modo de ver, el Verbo toma carne para que el hombre pueda renunciar a su corazón egoísta –“Si el grano de trigo no muere… (Jn 12, 24)”–, y pueda amar con ese otro Corazón divino-humano. De lo contrario, el amor universal (a todo hombre, a toda la creación), al modo de San Francisco, sería imposible.

La caridad, según el CIC, es el amor a Dios, y por Dios, al prójimo. Es decir: por la Encarnación, el hombre está llamado a amar a lo demás como Cristo los amó – “Amaos los unos a los otros como yo los he amado” –, y el primer paso para lograr esto es reconocer, como bien decía Diego, el amor de Dios en Cristo. Y aún más: el hombre está llamado a amarse a sí mismo como Cristo se amó a sí mismo, pues Él, “le revela al hombre lo que es el hombre”. ¿Cómo se amó Cristo a sí mismo? Según creo, y me apoyo en el concepto “relación” que Ratzinger expone en su Introducción del cristianismo y en el concepto “missio” y “apóstol” (enviado) de Balthasar, en la absoluta obediencia a la Voluntad del Padre. Toda la existencia de Cristo consiste en su misión, en su ser absoluta relación (el Hijo se dice en relación a un Padre) que no guarda ni quiere nada para sí mismo –“El hijo no puede hacer nada por sí mismo (Jn 5, 19-30)”–. Por esta razón – no tener ningún querer propio – El Verbo encarnado puede afirmar: “El Padre y yo somos uno (Jn 10, 30)”. El hombre, a su vez, necesita renunciar plenamente a sí mismo (aversión a uno mismo y conversión a Dios es una de definiciones de la caridad; y viceversa, del pecado) para identificarse con Cristo –“Sin mi no podéis hacer nada” – y lograr la plenitud de la vocación cristiana: la santidad –“Sed santos como el Padre celestial es santo”. Parece que en este planteamiento no cabe el amor propio. Concluye Ratzinger:

Todo lo que hemos dicho de Cristo puede aplicarse a los cristianos. Ser cristiano significa para san Juan ser como el Hijo, ser hijo, no quedarse, pues, en sí mismo ni consistir en sí mismo sino vivir radicalmente abierto al “de” y al “para”. Porque el cristiano es Cristo, vale también para él. En tales expresiones verá lo poco cristiano que es. (Introducción… p.p. 158-159)

Parecería que la dialéctica entre el amor a uno mismo y el amor al prójimo sólo se puede plantear en una visión individualista de la existencia. Mas la auténtica existencia del cristiano es la comunión –“Que todos seamos uno, como tú en mí, Padre, y yo en ti” (Jn 17 11-12) – o, en términos filosóficos, la coexistencia. Si toda su vida depende absolutamente de su relación (y, por tanto, la relación no es un accidente, sino que se encuentra en el mismo plano de la sustancia) con Dios y con los demás, y el tiene conciencia plena de esto, es decir, ha sufrido una conversión profunda (metanoia), amarse a sí mismo y amar a los demás se identificarán. De ahí que, en la comunión de los Santos, el pecado y la virtud individual afectan a todo el Cuerpo, la Iglesia.

“Amen al prójimo como a ustedes mismos” parecería una formulación pedagógica del mandato de la caridad: es más fácil comprender el amor al prójimo partiendo de la tendencia natural de todo hombre de amarse a sí mismo. Pero la plenitud de tal formula es la dada en la última cena, momentos antes de la institución de la Eucaristía, que permitiría vivir una comunión plena con Dios y con los hombres: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”. La forma de este mandato es mucho más radical y exigente que la primera (no son comparables); mas para esto, el hombre cuenta con el Cuerpo y la Sangre de Cristo: la Comunión de los Santos. Amar al prójimo como Cristo lo amó implica un desasimiento absoluto del amor propio, al extremo del sacrificio, del martirio, donde expresamente hay un desprecio del “yo” (la autoconservación) con el motivo de amar al otro. De ahí que el martirio sea la máxima expresión del testimonio (martyrion significa testigo) Este desprecio radical sólo toma sentido en el amor; de lo contrario, sería pernicioso y morboso.

A la objeción del existencialista: al hombre se le pide, en todo caso, amarse a sí mismo como Cristo se amó; y Él se amó, amando absolutamente la voluntad del Padre, es decir, despreciando su propia voluntad. Pero en ese desasirse de sí mismo logra la perfecta comunión con el Padre, la plenitud del Amor. Esa es la gran paradoja cristiana, creo. Un hombre que se desprecie, sin la finalidad de tener mayor disponibilidad para amar como Cristo amó a los hombres, no es un cristiano; un hombre que se amé a sí mismo, sin la conciencia de que ese amor es amor a la Comunidad –con todo el contenido ético que esto implica: un sano amor propio –, tampoco lo es. El Derecho y la Moral únicamente son verdaderos desde un concepto de libertad esencialmente (ontológicamente) relacional. La libertad entendida individualmente he generado la profunda crisis actual en cuestiones de bioética y Derechos humanos.

Una breve reflexión: el amor de Dios a sí mismo es tan perfecto que se derrama eternamente como engendramiento del Hijo. Y entre el Hijo y el Padre la plenitud de amor se derrama, desde toda la eternidad, como el Espíritu. En el Dios cristianismo (Unitrino) no hay amor propio individualista; por el contrario, hay espacio de libertad para la entrega absoluta. Dice Agustín: “En Dios no hay accidentes, sino sólo sustancia y relación (Enarraciones sobre los salmos 68 I, 5)”. Pero no debe entender como dos cosas distintas, pues la sustancia se realiza en la entrega amorosa y recíproca de las personas, según Balthasar. El amor siempre es social, y como tal, logra la plena unidad. Al decir de Ratzinger: hay mayor unidad en la comunidad de amor que en el átomo aislado.

Mucho más habría que decir, pero hace tiempo rebasé la extensión “normal” de un comentario.

Salud, pues.

ARM.

P.S. Mucha luz sobre este tema arrojan las obras de Walter Kasper (El Dios de Jesucristo), Angelo Scola (Antropología Teológica), Joseph Ratzinger (Introducción al cristianismo) y Balthasar (Verbum Caro) y varios (Mysterium Salutis V. 5 El cristiano en el tiempo y la consumación escatológica) –ya sólo con el título impacta, creo.

P.S. 2 Gracias por revivir mi interés cristológico. Voy a ponerme a leer de nuevo.

_____________

...y eso fue lo que escribió

3 comentarios:

Checo dijo...

Pues si eso fue un comentario que bueno que lo pusiste como entrada. Que bueno también que aun haya gente que crea en el amor sin egoismos, que crea en la fe en comunión con la razón. En efecto hay cosas que no entendi pero una de ellas es quien lo escribió?

Gustavo Echevarría Navarro dijo...

Como siempre, me dio mucha hueva leer un texto tan largo.

Ya regresé a la blogósfera, come and check:

che-ve.blogspot.com

Phi.Lord Chandos dijo...

Gracias por publicar en tu bló el testillo que te envié. Supongo que cualquier cosa teológica y larga pilla cansado al común de los mortales. Ni modo; es lo que hay. Algún día tendremos que hablar tèt-a-tèt de este interesante tópico.

Salud!