"La señora Dézaymeries se levantaba al alba, y después de misa, despertaba a Fabián con un beso, beso que tenía gusto a iglesia, olor a neblina. Y el niño admiraba en los ojos maternales la luz de un país desconocido. Por la tarde, al volver del paseo público, lo llevaba a la Catedral para la Hora Santa. Fabián miraba entonces los labios de su madre, quien sin duda veía a Dios, porque le hablaba animadamente. El aburrimiento de cada segundo pesaba sobre él, pero encerraba una especie de deleite. El niño imaginaba que su mano derecha era una mujer, y la cubría de collares, y los collares eran un rosario. Un sacerdote pasaba bajo un parasol, detrás de un munchacho que hacía sonar la campanilla. En medio de un rumor de sillas, las sombras fieles se volvían hacia esa manifestación de la Presencia. Y cuando la custodia resplandecía entre los cirios, la señora Dézaymeries no se prosternaba: con la cabeza echada hacia atrás, contemplaba a Dios cara a cara."
Francois Mauriac, El mal, Ed. Losada, 1955, p.9. Traducción de Elvira Riera de Carmelingo
La intención de esto es, únicamente, exaltar la candidez de sus lectores.
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4 comentarios:
Amigo, muy bien Mauriac. Si puedes, saca su libro sobre la pasión (está en la biblioteca de la up) que es genial. Qué belleza, la pluma de este chico. Deberíamos conocerlo más.
Ok, ok. A veces es bueno mirar a Dios cara a cara.
Uno nunca sabe lo que encontrará...
¡No! Porque quizá muera.
¡Amigo! Lo sé: ¡no morirás!
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